Aunque la palabra peonza se utiliza hoy en día para definir en algunas ocasiones el estado de embriaguez de algún sujeto, lo cierto que este juguete ocupó las horas de muchos de los niños de nuestra generación. De madera, de plástico de colores, de punta, con punta redonda y un sinfín de formas podíamos encontrarnos en este simple juguete. Incluso los había que las customizaban con chinchetas (en el caso de las de madera) o que las pintaban a su gusto.

Para los que no la conozcáis como peonza, también se le llamó trompo y su uso era bien sencillo, con una pequeña cuerda íbamos bordeando todo el contorno de la misma, siempre dejando un poco de cuerda para agarrar con el dedo. Después, con un movimiento decidido la lanzábamos y a la vez tirábamos de la cuerda para que esta cogiese velocidad y así se mantuviese más tiempo bailando.

Forma correcta de preparar la peonza

La cosa era dejar fluir la imaginación para hacer bailar este simple objeto que entretuvo a miles y miles de niños no solo a principios de los ochenta sino que su uso y disfrute se remonta a décadas anteriores. Como la gran mayoría de los juegos y juguetes en los que no se necesitaba gran cosa para pasarlo bien y donde uno de los ingredientes principales era la imaginación, su fin llegó poco a poco con la ingente aparición de ordenadores personales y videoconsolas, dejando de lado una lista interminable de juguetes que se vieron relegados a un segundo plano o a lo más oscuro de nuestros armarios.

Recuerdo las competiciones que hacía en el patio del colegio con los demás compañeros de clase a ver quien hacía bailar la peonza durante más tiempo, otros más habilidosos que yo (yo era un auténtico desastre) hacían trucos mediante los cuales podían levantar la peonza por los aires y dejar que siguiera girando incesablemente sobre la palma de sus manos, causando asombro y admiración entre los demás niños y sintiéndote por unos instantes como un auténtico héroe.

¿Os acordáis de esta imagen?

Recuerdo vagamente un día que yo con mi peonza de plástico verde y punta redonda, después de muchos intentos fui capaz de elevarla por los aires (no demasiado alto, todo sea dicho) pero con tan mala suerte de que sin querer le di en la cara a una niña, ahí fue el momento en el que se acabó mi “carrera” como lanzador de peonzas, con la consiguiente bronca del profesor y la “incautación y decomiso” de mi preciado juguete que nunca jamás volví a ver y que seguramente disfrutaría algún hijo o sobrino de aquel profesor.

Aún así, de vez en cuando recuerdo todos aquellos sanos juegos y juguetes que tanto nos entretuvieron durante nuestra infancia y que desgraciadamente no volverán. Quizá eso sea lo bonito, que todas estas cosas aún siguen vivas porque perviven en nuestros recuerdos.